Durante los últimos años, la nostalgia ha conquistado la pantalla chica y grande. Desde remakes hasta reboots, hay una definitiva mirada al pasado, ya sea en busca de inspiración o, por el contrario, para el uso consciente y premeditado de los buenos recuerdos colectivos como un recurso inmediato para atraer grandes audiencias. El experimento no siempre resulta especialmente sustancioso o profundo —mucho menos exitoso—; pero es evidente que la reinvención de series de tv y franquicias con un considerable número de fanáticos fieles es una apuesta segura para despertar el interés, a pesar de los resultados desiguales que pueda tener. No obstante, la mayoría de los productos creados a partir de esta nueva tendencia carecen de la osadía suficiente como para que la revisión sea algo más que una modernización no siempre afortunada del original. Desde sagas y franquicias convertidas en versiones caricaturizadas de sus predecesoras hasta miradas alternativas al universo primitivo en el que se basan, la onda de la nostalgia no logra superar, en la mayoría de los casos, la necesidad de sostenerse casi por completo sobre el éxito que les precedió. De manera que esa percepción sobre el revival casi siempre resulta fallida, cuando no una combinación tediosa de lo viejo y lo actual sin mayor trascendencia.
Por supuesto, siempre hay excepciones. Una de las más relevantes es sin duda el trabajo transgresor de Roberto Aguirre-Sacasa, que tomó el tradicional cómic de Archie —un reconocido ícono de la cultura norteamericana—, y lo convirtió en una propuesta tan novedosa como desconcertante. Su spin-off del original, Afterlife With Archie, envió al universo entero del pelirrojo de la sonrisa traviesa justo hacia el otro lado de la cortina de un mundo asolado por una apocalipsis zombie. De pronto, la noción social y estructural de Archie —que durante buena parte de su tiraje reflejo el estilo de vida americano desde una inocencia casi conmovedora— se transformó en algo más violento, electrizante y potente, lo que cambió para siempre no sólo la percepción de los personajes, sino el universo mismo elaborado a su medida. Aguirre-Sacasa parece tener una especial habilidad para llevar a los extremos lo culturalmente familiar y agregar cierta persistencia de la memoria común como algo más complejo que una simple combinación de símbolos.
Con un sentido del humor sardónico y extravagante, también evocó y trajo de vuelta al icónico Riverdale en un drama juvenil de la CW con tintes de drama sexy que se ha convertido en adictivo para buena parte de la audiencia. De modo que su versión de The Chilling Adventures of Sabrina no podía ser otra cosa que un experimento extravagante y desbordante de imaginación. O así lo esperaban la mayoría de los fanáticos. Sin embargo, el resultado es un producto con el sello de Aguirre-Sacasa, pero con ciertos fallos argumentales y de coherencia, que convierten al show en una mezcolanza de estilos y referencias no del todo sólido. Entre lo sobrenatural y algo parecido a un drama con tintes de humor negro, The Chilling Adventures of Sabrina no logra alcanzar verdadero ritmo e identidad y termina convertida en una combinación levemente confusa de estilos y puntos de vista sobre los más variados temas. Para bien o para mal, Sabrina se ha transformado en ícono de su época, pero el cambio no ha sido del todo satisfactorio.
Por supuesto, la nueva encarnación de la bruja adolescente poco o nada tiene que ver con el sonriente personaje de los cómics de la década de 1960, y mucho menos con la simpática serie de mediados de los años 90. Transformada en un reflejo de la juventud cínica de nuestra época, Sabrina no tiene motivo para sonreír o bromear. De hecho lo hace muy poco, y Aguirre-Sacasa no parece muy interesado en que su personaje tenga momentos de alivio en medio de una historia tensa, por momentos angustiosa y casi siempre muy tenebrosa. Pero se trata de una oscuridad poco creíble, o al menos no lo suficientemente poderosa como para asombrar o aterrorizar, sino que construye un tipo de parodia involuntaria sobre lo tenebroso que, en algún punto, tiene algún encanto. La Sabrina de Kiernan Shipka tiene una sonrisa mordaz, un rostro inocente y una actitud un tanto distante, que la convierten en una especie de personaje escindido por una angustia existencial no resuelta. De hecho es así, Sabrina no toma su naturaleza como bruja de la misma manera encantadora que sus predecesoras, sino que se encuentra atada a su identidad enigmática desde una perspectiva casi dolorosa. Por un lado, Sabrina es una estudiante en apariencia normal de una escuela secundaria corriente, que debe lidiar y batallar con todas las pequeñas incomodidades y dolores de cualquier chica de su edad. Pero por el otro lado, Sabrina también debe complacer a su aquelarre, que venera al diablo — así, sin matices — y a diferencia de otras tantas brujas de la ficción reciente, se encuentra literalmente atada a un tipo de maldad subyacente. Como si de un melodrama medieval se tratara, todas las brujas jóvenes deben firmar con su nombre el libro del Señor Oscuro al cumplir los dulces 16, en una extraña parodia a la costumbre americana sobre el rito de paso hacia la temprana adultez. Pero este pacto con tintes faustianos tiene su doble truco: a cambio de una petición, la bruja debe entregar todo a su futuro amo.
Por un lado, Sabrina es una estudiante en apariencia normal de una escuela secundaria corriente, que debe lidiar y batallar con todas las pequeñas incomodidades y dolores de cualquier chica de su edad. Pero por el otro lado, Sabrina también debe complacer a su aquelarre, que venera al diablo