Piedra de toque
Ricardo Cuéllar Valencia
Los biógrafos de Manuela Sáenz con parquedad señalan su formación intelectual, con menos interés se refieren a su formación política y militar y de su talento de escritora se hacen los desentendidos. Después de leer las Cartas de Amor de Manuela y Simón durante ocho años (1822-1830) y las cartas de la dama dirigidas a Garibaldi durante el año de 1852 “Simón Bolívar visto por Manuela Sáenz”, es posible tener en cuenta más de una virtud de la mujer quiteña que supo ser amiga, amante, confidente y merecedora de varios reconocimientos de quien fuera el líder político y militar de las guerras de independencia en América Latina y el sabio amante y poeta del amor que supo ir más allá de los clamores, exaltaciones, convulsiones y delirios románticos de la época.
Manuelita cuenta en la mencionada primera carta a Garibaldi detalles muy precisos sin buscar presunción alguna o exagerar pormenores, más bien apreciamos claridad, sencillez y precisión en tanto que su escritura se caracteriza por aplicación de conceptos resultado de sus conocimientos directos, de su formación intelectual y, obvio, de su capacidad de entender y definir lo que desea nombrar. Sabemos que Manuelita fue lectora en voz alta de diversas obras literarias y de teoría política al oído atento de Simón Bolívar, recostados en la cama de una casa solariega, en el reposo de una bañera, sentados en algún lugar de paz nocturna, en el campo o la ciudad. Ella le hablaba de temas históricos, reflexionaba sobre temas de urgencia política, le anunciaba por medio de intuiciones actos y sucesos, incluso le definía el carácter de ciertos militares. Era su polemizadora a quien acataba y, en especial, admiraba su valentía, arrojo e intrepidez…
Desde joven fue lectora, cuenta, “de clásicos griegos, latinos e hispanos en la escuela” y una conocedora de sí misma como pocas: Recuerda en los años mozos con una firmeza y entereza fuera de lo común y, además con una deleitable sutileza que la retratan con la limpidez de una mujer dueña de su carácter y maneras de asumir la vida que le tocó vivir: “Empezaba a tener forma definitiva dentro y fuera y a pesar de mí misma. Desde el comienzo supe cual camino tomar. Muy joven aún utilizaba los modelos impuestos en el convento. Ahora me bastaba el juicio personal. Y mi independencia resultaba evidente”. Y en esos días de reflexión en Paita se mira a si misma y cuenta: “Empero no pude gozar de un hogar conforme. Desconocí el sitio donde atar el comienzo del hilo de mi vida. Al dudar de quien era me sobrecogía la incertidumbre. Debía pronto “adentrar en mi adentro” y descubrir el camino verdadero.
“Fueron difíciles mis años de formación. Nadie puso su entereza a servir mis dificultades, la vida no me dio entonces ni nunca descanso. De su dura pedagogía provienen mis vienes de persona y mis males de individuo”.
En la tercera carta (Paita, 29 de febrero de 1852) comenta: “Mediaba 1815, al cumplir mis 17 abriles, estaba próxima la llegada del pacificador Pablo Murillo. Mi padre empieza a preocuparse por mi plenitud física, mi mayor coquetería y mi mucha independencia. Por ello cree de orden pensionarme en el internado del Convento de Santa Catalina.
“Días después al llegar al lugar de mi retiro la Madre Superiora me condujo hasta la celda asignada. Era, lo recuerdo bien, un cuarto muy pequeño, de piso de ladrillo, descubierto y gruesas paredes sin repellar. En aquel momento mi desolación me pareció infinita.
“La cama dispuesta allí para mis sueños no podía ser más estrecha. Tenía colchón y almohada rellenos de paja burda. A más una mesita auxiliar y su vela de cera. La ventana enrejada daba al patio interior. El muro opuesto lo ornaba un cuadro de la Virgen Inmaculada y enfrente de él un reclinatorio de madera inculta.
“Nunca se pierde el tiempo si al paso reflexionamos. La abadesa, a quien conocí casi enseguida, era mujer de menos de medio siglo de existencia. Debajo de su hábito ocultaba piernas y brazos quizá hermosos.
“De otra parte en sus ojos de oscuras ojeras se evidenciaba una intensa pasión satisfecha a medias. Dentro de ella misma debía existir una lucha intensa entre lo debido y lo hecho al cabo. Aquel día, sin más y con dudosa severidad, me hizo conocer las severas normas a guardar dentro y fuera del claustro.
“En tanto los monasterios de la época no eran lugares santos y en particular el de Santa Catalina. Pude, en noches siguientes, escuchar desde mi celda ruidos de este mundo, poblar los corredores oscuros de la clausura.
Mi internado no sólo obedecía al apego a mis dos esclavas sino en especial, el amor mostrado por el oficial de la guardia real de Santo Toribio, Fausto Elhuyar. Este era español como mi padre y genera en mi familia materna prevenciones explicables. Veían con angustia repetirse, en mí, el pecado de mi madre.
“Dentro de los muros del colegio los días trascurrieron con increíble lentitud. Empero Fausto impide al convento imponerse entre los dos. Para ello se vale de todo medio a la mano. Así mantiene viva la muy ardiente pasión compartida.
“Un día abandono el claustro en forma secreta y me voy a convivir con el amado. Poco o nada pesaron en el ánimo mío las consideraciones sabidas. Sentí desprecio por el “qué dirán”. De tal suerte repito la conducta censurada, antaño, a mi madre.
“Pero este amor que esperé durante toda la vida no alcanza sino a una corta primavera. Como en el caso de mi progenitora fui abandonada antes de encontrarle sentido a las caricias. Durante las muchas intimidades tuve escasas satisfacciones por no decir ninguna. Consigo con ello momentos de contento sin por eso conocer la ventura eterna.
“No puedo olvidarlo. Mi primera experiencia como mujer me dejó un vacío. Debido a esas razones estuve deprimida. Alguien me dijo entonces que lo mío era más común de lo imaginado. Muchas mujeres sentían lo igual.
Una tarde de regreso a casa, Fausto me comunica su traslado a otro lugar lejano. Esto nos obligó a separarnos. Aquello me dejó de una pieza. ¿Adónde ir? ¿Quién estaría dispuesto a recibirme? ¿Con quién volver a Quito?
“Seguido mi recursivo amante consigue con don Manuel de Alcántara, distinguido segoviano, una buena compañía para mi viaje de regreso. Sin pensarlo mucho decido volver a casa de mi padre y recibir allí, en silencio, el castigo debido. Al emprender la marcha ni quise mirar atrás. He sufrido, con amargura, repetirse la escena más de una vez”.
Continuaremos con el relato del encuentro con su padre en casa y su matrimonio acordado e impuesto con el comerciante inglés James Thorne.