Sarelly Martínez Mendoza
La mañana que Andrés Manuel López Obrador viajaba en su coche austero, un Jetta clásico,
rumbo al Congreso de la Unión, para protestar como presidente de México, pensé que sería el
inicio de un cambio profundo y positivo para el país.
Mis esperanzas tampoco es que fueran muchas. Lo único que veía posible, después del
desastre priista, era que combatiera de forma implacable la corrupción. Para eso, pensaba, era
necesario contar con instituciones fuertes que persiguieran y castigaran a los corruptos.
Creía que emergería un sistema anticorrupción sólido, propuesto por el nuevo
presidente, un líder a quien seguí por años, y por quien había votado en las dos elecciones
previas, que había perdido con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Mi decepción fue el día en que apareció sonriente, por haber sido ratificado como
cónsul en Orlando, Florida, el peor gobernante que ha tenido Chiapas, Juan José Sabines
Guerrero.
Ya con Manuel Bartlett y Alejandro Gertz Manero había tenido mi primera dosis de
vuelta a la realidad, aunque pensé que, acotados, harían un trabajo eficiente y transparente.
El nombramiento de Sabines sí me machacó el hígado. No era posible, pensé, que el
presidente no estuviera enterado de la cadena de corrupción que había generado en Chiapas,
de los atropellos, de las injusticias y los escándalos que había cometido.
Ahí empezaron mis dudas. Pronto me di cuenta que Andrés Manuel López Obrador no
combatiría nunca la corrupción; que así como Sabines, otros personajes por demás
perniciosos, se cubrían con la bandera de Morena para continuar viviendo del presupuesto y,
hasta blanquear, los recursos que habían obtenido de forma indebida.
Bartlett y Gertz Manero, con el manto protector del presidente, recuperaron la piel de
la corrupción y la maldad, y otros más se subieron al tranvía de la purificación, con solo
pronunciar palabras laudatorias al presidente.
Hoy, a casi cuatro años de aquel triunfo que tantas esperanzas trajo al pueblo de
México, se me han esfumado las aspiraciones de ver un país libre de corrupción; queda poco
tiempo, y no veo que el presidente tenga voluntad de deshacerse de tantos personajes
indeseables, que han comprado con zalamerías patente de corso en su administración.
Estoy decepcionado, porque este gobierno pudo haber sido el mejor de la historia,
pero ha sucumbido ante la indecisión de combatir la corrupción, al rodearse de personajes de
los que no había necesidad de tenerlos en la cercanía, con no meterlos a la cárcel era
suficiente.
No excluyo otras equivocaciones presidenciales, como la construcción de obras que
debieran haber decidido especialistas, o como el incremento de poder desmedido al ejército.
Sin embargo, como mis ilusiones eran pocas. Y como solo me bastaba que se
implantaran mecanismos efectivos para combatir la corrupción, los demás tropiezos no me
han causado tanta decepción.
Algunos dirán que apostar por obras que difícilmente funcionarán, es también
corrupción. Es posible, y hay muchas personas incrustadas en el presupuesto que no tienen la
cualificación mínima para desempeñarse con éxito en sus encargos. Pero eso podría ser hasta
perdonable.
La primera regla, de cualquier gobierno honesto y realmente transformador, es no
trabajar con personas corruptas, y en este caso el presidente prefirió canjear elogios por
protección.
Ya es tarde para creer en que se creará un sistema anticorrupción sólido que castigue
incluso a los más allegados y no tenga piedad con los funcionarios que usufructúen en
beneficio propio los recursos públicos.
Pienso con desaliento que esta oportunidad ya se perdió; que quizá el próximo
mandatario o mandataria sepa lidiar con el cáncer que tanto ha dañado a México. Por lo
pronto, es mejor archivar las expectativas.