Romance conmovedor y poco convencional sobre el amor, la pérdida y magia de dos
personas muy diferentes que se enamoran perdidamente
PORTAVOZ/STAFF
Drama romántico en toda regla, a El tiempo que tenemos no se la puede acusar de
traición. Al contrario de otras de su tipo, con la icónica Love Story (Arthur Hiller, 1970)
a la cabeza, esta película plantea de entrada el destino trágico de uno de sus dos
protagonistas, Tobías y Almut, la clásica parejita en cuestión. Es decir, que la consigna
consiste en relajarse y gozar del cuento. Aunque en este caso sería más apropiado
decir relajarse y llorar, sabiendo que el llanto en el cine es una reacción tan válida y
catártica como la risa, el enojo o el sobresalto y que hasta puede vincularse a una
forma de disfrute estético, cuando una película consigue esa respuesta del público sin
ánimos dolosos.
La posibilidad de empezar revelando un elemento dramático que este tipo de películas
suelen reservarse para el final, está vinculado a la decisión de narrar alterando el
orden cronológico. Por el contrario, El tiempo que tenemos no utiliza el montaje
paralelo para cortar la historia en tres partes y hacerlas avanzar de forma simultánea.
Ese juego tiene un efecto positivo, no solo porque evita que el golpe quede asociado a
una vuelta de tuerca final, sino porque reparte su fuerza a lo largo de todo el relato.
Pero con la suficiente inteligencia como para que esa emoción mantenga su potencia
en el último tramo del relato, solo que, de forma más amorosa, haciendo que las
lágrimas sean consecuencia de una construcción genuina y no solo del dolor de un
dedo en el ojo en el último round.
Eso le permite no solo combinar situaciones emotivas con otras más tristes, sino
también jugar decididamente con momentos de buena comedia. Que los protagonistas
sean dos actores versátiles como Andrew Garfield y, sobre todo, Florence Pugh ayuda
mucho a que el abanico emotivo del relato se mantenga siempre dentro de un rango
verosímil. La química entre ambos funciona muy bien y sobre esa fuerza tracciona toda
la película, que, más allá de sus méritos, también es cierto que nunca se aparta
demasiado de las fórmulas y de lo predecible dentro del género.
Podría decirse que El tiempo que tenemos comparte algunas características con
Marley y yo (David Frenkel, 2008), en especial la facilidad con la que ambas oscilan
entre sus altos y bajos. Incluso el guion se permite colar algunos chistes bastante
efectivos acerca de un perro, pero que se vuelven más interesantes si se los lee como
indirectas dirigidas hacia aquella película, una de esas donde justamente la tragedia y
las lágrimas aparecen al final, sin grandes anuncios previos. En ese sentido, El tiempo
que tenemos es más sinuosa y bipolar: en una escena te vas a reír y en la siguiente vas
a llorar, así hasta el final.