Argenis Esquipulas
Cada noviembre, el “Buen Fin” se convierte en el pretexto perfecto para que millones de mexicanos saquen sus tarjetas, vacíen las tiendas y carguen con deudas a meses sin intereses. Esta campaña comercial, celebrada desde hace más de una década, genera un frenesí que raya en lo absurdo. Este año no fue la excepción: desde el 15 de noviembre, las multitudes abarrotaron centros comerciales, causando caos vehicular, empujones y hasta riñas por los últimos productos en oferta.
Lo paradójico es que Chiapas, el estado más pobre de México según el Inegi y Forbes, no se quedó atrás. A pesar de las cifras de pobreza y marginación, las imágenes de motocicletas cargando televisores de 70 pulgadas no pasaron desapercibidas. ¿Cómo es posible que en una región con índices alarmantes de carencias sociales se vivan estas escenas de consumo desbordado? La respuesta no es sencilla, pero quizás resida en la aspiración de un estilo de vida más allá del alcance de muchos, alimentada por una estrategia mercadotécnica que promete accesibilidad inmediata y felicidad a plazos.
Sin embargo, detrás de la aparente bonanza de este “fin de semana más barato del año”, quedan deudas que las familias arrastrarán durante meses. Los descuentos pueden parecer irresistibles, pero ¿a qué costo? El Buen Fin no solo refleja la capacidad de consumo, sino también la fragilidad económica que obliga a endeudarse para acceder a productos básicos o satisfacer deseos aspiracionales.
En un estado como Chiapas, donde el rezago económico es evidente, el frenesí de consumo debería invitarnos a reflexionar: ¿estamos ante una oportunidad de ahorro o ante una trampa disfrazada de ofertas?
Mientras el Buen Fin arrasaba en las tiendas, Chiapas sigue enfrentando otro tipo de desbordamiento: el de la crisis migratoria. Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación, entre enero y agosto de este año, casi un millón de personas en situación irregular ingresaron al país, la mayoría cruzando por Chiapas y Tabasco. Este aumento del 131 por ciento respecto al año anterior ha convertido a la frontera sur en un embudo, donde miles de migrantes se quedan atrapados en espera de documentos que les permitan continuar su camino al norte.
La situación ha escalado hasta provocar conflictos en comunidades como Tuxtla Gutiérrez, donde vecinos han bloqueado calles en protesta contra la presencia migrante. Denuncian inseguridad, acumulación de basura, consumo de alcohol y drogas, y reclaman la reubicación del Instituto Nacional de Migración. Estos episodios dejan claro que, aunque el problema es estructural, sus impactos se viven a nivel local, en las calles de las ciudades fronterizas.
Es legítimo que los ciudadanos exijan orden y seguridad, pero también lo es cuestionar por qué miles de personas siguen siendo retenidas en un país que no puede ofrecerles una solución adecuada. La respuesta, como siempre, está en una política migratoria que prioriza el control sobre los derechos humanos, dejando a las comunidades del sur y a los migrantes en una tensa convivencia que parece no tener solución a corto plazo.
Chiapas está en el centro de estas dos dinámicas: el consumo desbordado y la migración contenida. Una revela la vulnerabilidad económica que empuja a comprar felicidad a crédito; la otra, la fragilidad de un sistema que convierte la frontera en un laberinto sin salida. Ambos problemas son síntomas de un mismo mal: la desigualdad estructural de un país que sigue buscando un equilibrio entre sus aspiraciones y su realidad.
Soy Argenis Esquipulas, periodista comprometido con llevarles información clara, precisa y oportuna. Creo firmemente que, tanto en la vida como en las noticias, tenemos que estar bien informados y marca la diferencia. ¡Sigamos juntos buscando la verdad y entendiendo el mundo que nos rodea!