Sarelly Martínez Mendoza
Al iniciar su mandato, los gobernadores realizan acciones espectaculares, aunque no sean urgentes, para marcar el cambio de etapa con sus antecesores. La mayoría se decide por lo pragmático: persecución y encarcelamiento de adversarios políticos.
El próximo gobernador de Chiapas tiene otro camino: la pacificación de la entidad, que es una tarea urgente y fundamental.
El mandato ciudadano es claro: Eduardo Ramírez Aguilar debe actuar con firmeza en el combate al crimen organizado; debe recuperar la paz y la seguridad, y debe lograrlo en poco tiempo.
A tal grado ha llegado la descomposición y la sensación de inseguridad que a los chiapanecos no parece interesarles tanto la construcción de carreteras, hospitales o escuelas, si no hay seguridad para viajar, para estudiar o para trabajar.
Hoy, los pobladores de la región Sierra son acosados, amenazados, secuestrados y asesinados por grupos delincuenciales. Son utilizados para protestar en contra de la presencia del Ejército, son obligados a hacer retenes y a convertirse en escudos en los enfrentamientos.
Esas personas quieren carreteras, desde luego, pero esas carreteras deben estar pavimentadas de seguridad y certeza de que no habrá levantones, de que no habrá extorsiones, ni asesinatos.
La tarea es urgente. Realmente impostergable.
No hay que equivocarse: no será un trabajo fácil, porque el gobernador electo no tiene una varita mágica, pero sí tiene ideas, recursos y mecanismos eficientes para enfrentar a la delincuencia. Está la esperanza fundada de que cuando asuma su mandato, podrán verse los primeros resultados, pero el proceso de pacificación tardará meses.
Retornar “a las horas serenas” es uno de los mayores retos que ha enfrentado un gobernador desde la Revolución Mexicana cuando combatían mapaches y miembros del ejército constitucionalista, o cuando, por esas desventuras de la incomprensión se enfrentaron Tuxtla y San Cristóbal.
Entonces surgió el canto de paz más potente de esta tierra en voz del poeta José Emilio Grajales con su Himno a Chiapas, que tiene tanta vigencia como aquellos años aciagos de sufrimiento y dolor.
Otro momento de conflicto, pero más de índole nacional, fue el 94, con la aparición del EZLN, y los confrontamientos posteriores de guardias blancas para someter a indígenas y campesinos.
Esos enfrentamientos estuvieron focalizados y no fueron constantes. Es más, muchos han llegado a decir que en este sur profundo no hubo revolución.
Miguel Lisbona, un chiapaneco que tuvo la ocurrencia de nacer en Barcelona, lo ha aclarado con los mejores argumentos: es cierto que en Chiapas no hubo movimientos de tropa, ni enfrentamientos, ni bajas en la magnitud al de otros estados, pero sí vivió y padeció la Revolución.
Es posible que el número de muertos y desaparecidos, producto de la violencia provocada por los cárteles, haya rebasado la cifra por los enfrentamientos en la Revolución.
Por eso la urgencia de la sociedad al reclamar paz y la tranquilidad. La inseguridad no es una ficción inventada por los medios. Es una realidad que se palpa al desplazarse por los caminos de Chiapas y al escuchar los testimonios de nuestros conocidos víctimas de la violencia.
Lo peor: no hay señales de que disminuya, sino que, por el contrario, abarque mayores municipios.
En medio de este desconcierto, tengo la certeza de que Eduardo Ramírez Aguilar impondrá el orden, traerá tranquilidad y la tan esperada paz a Chiapas, pero además avanzará en temas que hoy no parecen urgentes, pero que resultarán vitales en el desarrollo de la entidad, como la construcción de carreteras, de escuelas, de casas de salud y hasta festivales celebratorios del carácter chiapaneco.
Llegará al Gobierno, y lo sabe, no para administrar la rutina, sino para encontrarse con su destino, para hacer historia. Su gestión no admite el fracaso, sino el logro sin titubeos de la paz.