José Luis Castillejos
Chiapas enfrenta una escalada de violencia sin precedentes, a consecuencia de una confluencia de factores sociales, económicos y políticos que han puesto en jaque a la sociedad.
Rica en recursos naturales y de gran relevancia geopolítica al compartir frontera con Guatemala, Chiapas se ha convertido en un territorio disputado por organizaciones criminales. Cárteles como el Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el de Sinaloa que pelean a sangre y fuego las rutas de tráfico de drogas, armas y personas, llevando a la federación a un progresivo deterioro en su capacidad de respuesta.
El desplazamiento forzado de comunidades agrícolas es una de las consecuencias más trágicas. En 2024, familias de la Sierra y otros puntos huyeron de sus tierras, no por desastres naturales, sino por la violencia vinculada a la lucha por el control de sus zonas.
Los agricultores, víctimas de extorsión, enfrentan una situación insostenible: pagos ilegales que asfixian sus economías, y autoridades que se muestran incapaces o cómplices. El caso de los productores de maíz es emblemático de esta crisis que afecta la subsistencia y seguridad en las zonas rurales.
La migración, fenómeno histórico en Chiapas, se ha convertido en catalizador de violencia. La entidad es ahora un corredor para miles de centroamericanos, cariños, africanos, chinos, sudamericanos y de otras regiones que intentan llegar a Estados Unidos. No obstante, las rutas migratorias son controladas por grupos criminales que han hecho del tráfico de personas un negocio lucrativo. Quienes no pueden pagar son secuestrados o asesinados, mientras los migrantes se ven atrapados en un sistema de corrupción e impunidad, con escasa protección estatal.
El impacto de la violencia se extiende a sectores importantes como la agricultura. En la Sierra de Chiapas, el “derecho de piso” ha obligado a abandonar el 30 por ciento de las tierras cafetaleras. Los productores, imposibilitados de operar bajo amenazas constantes, ven cómo sus comunidades se desmoronan económica y socialmente. Esta criminalización del campo refuerza el círculo vicioso de la pobreza y el desplazamiento, afectando directamente la estabilidad de la región.
El entorno político tampoco ha escapado de esta descomposición. La violencia ha permeado los procesos electorales. El asesinato de David Rey González en enero de 2024, candidato a la Presidencia municipal de Suchiate y la ejecución de religiosos y otros actores, ejemplifica cómo los cárteles buscan controlar gobiernos para consolidar sus redes de poder. La política se convierte en terreno de alto riesgo, y los funcionarios son forzados a colaborar o enfrentar la eliminación física.
La respuesta ciudadana ante la ausencia de la federación ha sido la proliferación de grupos de autodefensa, fenómeno que refleja la desesperación de la población. Sin embargo, lejos de restaurar el orden, estos grupos muchas veces son cooptados por los mismos intereses criminales. La falta de coordinación entre las fuerzas armadas y las policías locales ha generado un vacío de poder que los grupos delictivos aprovechan para expandir su control territorial.
Los intentos del Gobierno federal, como el programa Sembrando Vida, han sido insuficientes para frenar la violencia. A pesar de la militarización de la región, los cárteles continúan su expansión, y algunos analistas advierten que incluso han infiltrado las estructuras de seguridad. La región, en lugar de pacificarse, se encuentra atrapada en una espiral de criminalidad y desgobierno.
Frente a este panorama, es evidente que Chiapas necesita algo más que una respuesta militar. La solución pasa por un enfoque integral que atienda tanto la seguridad como el desarrollo económico y social de las comunidades. Sin inversiones en infraestructura, fortalecimiento institucional y programas de desarrollo sostenible, será difícil detener la hemorragia que desangra al estado.
La violencia en Chiapas es el resultado de décadas de abandono, corrupción y la ausencia de un proyecto de desarrollo sostenible. Los más afectados son las comunidades rurales y los migrantes, quienes continúan siendo víctimas de una lucha territorial sin fin.
El reto es no solo contener la violencia, sino construir un futuro donde las nuevas generaciones no hereden la desesperanza y el miedo que hoy definen la realidad del estado.