Por Enriqueta Burelo
El tema del crimen organizado, me causa un sentimiento indefinible de enojo, impotencia, qu
más quisiera decir que me preocupa y me ocupa, pero como enfrentarte a la hidra de mil cabezas,
mi terapia es escribir, y encontrar coincidencias con quienes como yo hemos llegado a la
conclusión que no estamos ante un mal ajeno, sino ante la criminalización de nuestra sociedad. Y
como podemos responder a la pregunta: ¿qué pasa cuando un proyecto de formación de un
Estado retira capacidades de gobernación que son privatizadas por actores criminales?
Y la trama da para mucho, ello ha llevado al antropólogo social, historiador y ensayista Claudio
Lommitz, a unir dos conceptos teología y política, que en diversos momentos de la historia han
estado vinculados, a pesar de que el mismo Cristo al expulsar a los mercaderes del templo,
estableció la división: al César lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios.
Por citar un ejemplo, se ha extendido el culto a la Santa Muerte, para el sociólogo de las religiones
Bernardo Barranco, la Santa Muerte es una manifestación religiosa de los problemas sociales en
México. Mientras que el cristianismo se convierte en una forma de vida inalcanzable para algunos
sectores, la muerte se vuelve un horizonte de sentido para la clase popular. Y como no, si nos
están matando de a gratis.
Los narcos le rinden culto, por ejemplo, no solo a santos que el mismo crimen ha adoptado y
glorificado luego del sincretismo español, como el Santo Niño Huachicolero, ahora el santo de los
que roban combustible, sino a personajes que existieron dentro de su historia y fueron
primordiales para los cárteles: San Heriberto Lazcano, uno de los líderes de los Zetas, o el Chayo,
quien fundó a la familia Michoacana.
Claudio Lommitz, en su texto, señala que “La Santa Muerte no es un culto bisagra porque, por más
que sea extendido, no es una fuerza reconocida por la iglesia; entonces, no tiene esa capacidad de
articular. Mientras que San Judas Tadeo sí, porque es un santo católico y fue uno de los
apóstoles”. A través del concepto de “culto bisagra”, el autor detalla también los recursos
simbólicos utilizados por grupos ilegales para dirigir mensajes a sus integrantes, camuflados en
imágenes accesibles para la sociedad en general, como ocurre con el culto a san Judas Tadeo o en
el panteón Jardines de Humaya, en donde descansan los restos de capos como El Azulito, El Señor
de los Cielos y Arturo Beltrán Leyva, ejemplos de la modalidad alternativa de la soberanía con la
que cohabitamos. En esta obra encontramos reflexiones clave para comprender la actual
interrelación, a veces oculta y otras dolorosamente visible, entre los miembros del narcotráfico, el
Estado y la ciudadanía.
Es interesante el análisis que el autor de Para una teología política del crimen organizado, lleva a
cabo entre los nuevos cultos, la religión y el Estado, en el caso del culto a la muerte, esta no es ni
un simple emisario de Dios ni tampoco un lacayo del Estado: desde el punto de vista de sus
devotos, ella es, ante todo, un actor autónomo, soberano. Desde su perspectiva, el culto a la Santa
Muerte sugiere que en la vida social mexicana comenzaba a descollar una modalidad alternativa
de soberanía, manifiesta en la capacidad de matar, pero despegada tanto de la iglesia como del
Estado, cuya novedad se expresaba en que, pese a su enorme flexibilidad, “la iglesia no le pudo
ofrecer un lugar al culto a la Santa Muerte y lo rechazó”.
Otro punto importante abordado en el documento Para una teología política del crimen
organizado, la simbología y la moral que están detrás de actos contrastantes como los sacrificios
humanos o las mutilaciones, por un lado, y el culto a San Judas Tadeo o a la Santa Muerte que
practican los delincuentes, por el otro. Observa que el sacrificio humano, la mutilación, la
antropofagia y las desapariciones forzadas interactúan con tradiciones y ritos propios de la moral
criminal dominante, como bodas, bautizos, fiestas de 15 años y ostentosos funerales.
Después de leer este libro, una novedad editorial, concluimos que el crimen organizado, ha
reconfigurado la relación existente entre la religiosidad popular y el Estado, la música, los famosos
narcocorridos, la ostentancian en las celebraciones, hasta la relación de las mujeres con su propio
cuerpo, de donde ha surgido el termino de buchonas, formas de intimidación para decir: mírenme,
yo puedo comprarlo todo, una necesidad superficial de mostrar una imagen de poder. Frente al
surgimiento de un nuevo Estado en México, caracterizado por “una capacidad reducida de regular
los mercados informales, así como de la regulación del uso de la violencia”.