José Luis Castillejos
Chiapas, ese rincón del sur mexicano donde la vida parece ser una eterna celebración, late al ritmo del pozol que se sirve en jícaras de barro, llenando el alma de quienes lo beben.
Bajo un Sol abrasador, en el que la tierra parece arder, Chiapas es un festín de colores y sabores que hechiza los sentidos. Las jornadas se sienten infinitas, como si el tiempo mismo se diluyera en el cálido aliento del viento que arrastra las historias de un pueblo que nunca olvida su raíz.
Este estado es más que geografía; es un crisol de culturas que resplandecen en la danza del ámbar y el jade, en los ecos de leyendas de colibríes y quetzales que sobrevuelan cerros cubiertos de cafetales. El sonido de las marimbas y los estallidos de cohetes llenan los días y noches, mientras los caminos serpentean entre musgos, invitando a perderse en sus misterios. En cada rincón se escucha un rumor antiguo, una sinfonía que mezcla las voces de los ancestros y las risas de las nuevas generaciones.
En Chiapa de Corzo, la vida se sirve en una jícara de pozol, un símbolo que evoca la identidad ancestral de un pueblo que nunca deja de bailar al compás de su historia. Las tardes calurosas en Tuxtla Gutiérrez se visten de una sinfonía natural, el Usumacinta habla en susurros a los cerros mientras el cielo se funde en la tierra, creando un horizonte que se extiende más allá de lo visible, como si la inmensidad del paisaje fuera un espejo del alma chiapaneca.
Tapachula, Tonalá, Arriaga, San Fernando, San Cristóbal de Las Casas, Unión Juárez, Tuxtla Chico y los cientos de pueblos que salpican el paisaje chiapaneco son testigos de amores nacidos y perdidos, de besos que se mezclan con la nostalgia y la esperanza.
Cada rincón palpita con la esencia de los campesinos, quienes trabajan la tierra con manos curtidas, entre elote hervido, atole, y tamalitos de chipilín. Aquí, la fiesta no es solo música o danza, sino el corazón mismo de la vida, donde los pumpos se embriagan de licor y amor, y donde las noches se iluminan con las estrellas que parecen danzar sobre el cielo.
La Costa chiapaneca, con sus playas de arena volcánica, es otro espectáculo en esta celebración perpetua. El mar, como un espíritu indomable, se agita entre manglares allá en la Barra de San José; en Palmarcito, Boca del Cielo, Chantuto, Acapetahua, Las Palmas, entre otros cientos de lugares mientras las serpientes recorren el matorral, un susurro de la naturaleza que se desplaza con la misma fluidez que los recuerdos. Allí, donde la tierra besa el océano, el sonido de las olas es un canto de cuna para los pescadores que desafían el horizonte, y las palmeras se inclinan como si intentaran abrazar la brisa que lleva consigo los secretos de los mares antiguos.
Y si la marimba es el alma sonora de Chiapas, las mujeres son la vida que brota entre montañas y valles. Son la fuerza que sostiene este paraíso, el cual es cielo y tierra, abrazo y canción. Entre los pinos de la Sierra y las palmeras que danzan con el viento, Chiapas se revela como un poema vivo, una quimera que alimenta el corazón. Ellas, las guardianas de la tradición, son las que transmiten con sus cantos y bailes la esencia de un pueblo que nunca se rinde, que nunca deja de soñar y de celebrar la vida con cada amanecer.
Chiapas es una tierra donde la fiesta nunca termina, donde cada rincón revela historias y canta leyendas, donde el calor del día y la frescura de la noche se entrelazan como los brazos de amantes eternos. Es pozol, marimba y cielo, un sueño del que nadie quiere despertar.
Aquí, cada celebración es una ofrenda a la vida misma, a la naturaleza que nutre y protege, al maíz que es alimento y símbolo, al viento que trae consigo las voces de los que ya no están, pero cuya presencia se siente en cada rincón, en cada árbol, en cada grano de café que nace de esta tierra fértil y generosa.
Chiapas es vida, en toda su gloriosa complejidad. Es el crisol donde la modernidad y la tradición se abrazan, donde los días parecen diluirse en el tiempo, pero donde cada segundo se vive intensamente, con la pasión de quienes entienden que la vida es una fiesta que no tiene final.
El alma se llena de los colores de los mercados, de los sabores de las cocinas ancestrales, de las risas que se escuchan en las plazas, de las danzas que nunca cesan. Chiapas es un canto a la vida, un recordatorio de que, mientras haya pozol y marimba, mientras el sol siga calentando la tierra, la fiesta nunca acabará.