Dr. Gilberto de los Santos Cruz
La educación es un acto ineludible de amor, y en ese acto estamos involucrados los estudiantes, la familia y los maestros. El estado no se escapa y no puede eludir este mandato social. Concebida así, la educación es un proceso integral, dentro del cual, el amor es la levadura que le permitirá crecer sin complejos a todos los seres humanos. Aquí, el amor es la clave o la llave que permite abrir las puertas, no solo del conocimiento y del saber, sino también de la liberación mental y espiritual para construir la justicia económica y social indispensable para mancomunar una sociedad completa. Por medio de la participación política decente, la práctica de la solidaridad y la paz; la defensa a ultranza del universo; fortalecemos la tolerancia y no la sumisión, el respeto hacia las diferencias y la colectivización de las soluciones a los problemas de las mayorías pobres de las sociedades modernas.
La educación, se ha dicho y se ha escrito, es un arma; pero debe acotarse que en manos de mediocres y de arribistas casuales, es un arma peligrosa. Un instrumento se utiliza para construir, para crear o para recrear. La educación es construcción y la construcción es eufórica, es decir, es alegre, dichosa, propositiva, creativa, entusiasta, proactiva, amable y amorosa. La amorosidad es la capacidad que logremos desarrollar para amarnos los unos a los otros, y la amabilidad es esa valiente decisión que asumimos para permitir que se nos ame y amar.
La educación es un poder, y el poder concebido y aplicado con justicia social y moral, es la esencia que debe alimentar a las maestras y maestros. Este es el eje espiral a través del cual gira, desde la base hasta la cima, la consecución de una patria dignamente pacífica y educadora; capaz de ofrecerle a la humanidad seres humanos honrados, trabajadores, optimistas, pacíficos, justos, solidarios, de pensamiento crítico y eufóricos.
No existe educación neutral, por ello no hay ni escuelas, ni aulas, ni educadores, ni estudiantes neutrales. Lo anterior nos indica que tampoco el magisterio pueda serlo, y estas aseveraciones nos conducen a reafirmar que la pedagogía debe tomar partido, y hacerlo a favor de aquellas propuestas que la humanicen y la propongan como una guía para la formación de ciudadanos y ciudadanas constructores de espacios democráticos y libres en permanente perfección; preparados y dispuestos para promover y participar en las tareas de la transformación estructural de la sociedad.
En esta concepción, el pedagogo es un poeta y un guerrero: un poeta porque crea y recrea, es decir, porque su trabajo y su entrega dignifican la creación. Y un guerrero, porque lucha con valentía para que las utopías se transformen en realidades palpables; visibles y socializables: es un guerrero – poeta… un enamorado de la creación, pero, sobre todo, un enamorado incuestionable del creador de todos los seres y las cosas; es decir de la justicia. Ese educador es un experto en su arduo recorrido por el desierto.
Esto del desierto es una metáfora creada por el sacerdote y educador suizo, Iván Illich. La mejor definición que yo conozco de metáfora es la que afirma que ella es una significación por ausencia. Y eso es precisamente lo que debemos enseñar a nuestros estudiantes: descubrir la maravillosa vida que existe detrás de todas las lacras que hemos creado por apartarnos del camino señalado por quien tanto nos ama con hechos reales.
Entonces, siguiendo la lógica de esa metáfora, solo libera a sus estudiantes aquel maestro que ya fue liberado y por lo tanto, es libre: libre para crear y construir con su ejemplo y su conocimiento; libre para luchar por la justicia y no conformarse con dar la limosna al desvalido. Libre para transmitir el entusiasmo que desata los sueños y las acciones de y por la justicia.
El educador liberador es un poeta porque la poesía es creación inspirada, y la pedagogía, por su lado, es la herramienta útil para el conocimiento educativo y formativo. Y es además, un guerrero, no porque deba ser un rebelde sin causa, sino porque debe hacerle la guerra a la mediocridad intelectual y espiritual; porque debe combatir la ignorancia y la superstición, y porque debe entregarse en la lucha contra las desigualdades que minimizan al ser humano, despojándolo de su imagen y semejanza con lo perfecto y rebajándolo a la condición de miserable.
Ese educador debe forjarse y poseer algunas características:
1) Sensible ante las desigualdades.
2) Enamorado de la justicia social.
3) Amable con la humanidad y con el planeta.
4) Disponible como un médico, un bombero o un fontanero; una enfermera.
5) Valeroso.
6) Honesto hasta decir basta.
7) Humilde.
8 – Solidario.
9) Definido por una opción política que luche por la justicia social.
10) Vocero de los que no tienen voz.
11) Atento y servicial.
12) Soñador.
13) Estudioso.
14) Creativo.
15) Asertivo y proactivo.
16) Generoso.
17) Justo y equitativo.
18) Pensador.
19) Inconforme consigo mismo.
20) Inclaudicable.
Esta caracterización no obedece a ningún orden específico. La propongo de la misma manera que se me inspiró, y probablemente reforzada por la praxis pedagógica que desarrollé durante más de 30 años de amistad pedagógica con mis estudiantes. Esa amistad me enseñó a no decirle jamás a quien aprende “alumno”, porque no existe absolutamente ninguna persona “sin luz”. Un alumno es aquel ser que no tiene luz; que está apagado, y semejante fenómeno lo logra , más bien, un sistema educativo vertical y enciclopédico… uno bancario que considera al estudiante una alcancía para embutirle certificados sin valor, hacer de él un ente pasivo: una tabula rasa.
Para construir una sociedad mejor, es decir, justa y bella, urgimos de una educación que invierta el axioma tradicional del educador como rey filósofo y del educando como Arcilla Maleable. Así, el educando será el estudiante filósofo y el educador será el molde maleable. Aquel esquema rígido, hecho de yeso pedagógico, ese que solo produce momias rígidas de pensamiento, será abolido y desterrado. El ser humano verá hermanos y solidaridad en su prójimo, y lo que haga lo hará en el nombre de aquel que siéndolo todo, renunció a todo por AMOR; o de sus principios más sagrados y nobles.
¿Acaso puede existir una pedagogía que supere la que nos enseña a diario el maestro de maestros con su herencia de justicia, verdad y praxis? El resultado es, la libertad plena del espíritu creador y comprometido. De ahí vendrá una patria con justicia y equidad en la cual los postulados enunciados en esta reflexión se practiquen.
Por ello en su libro Chiapas Transformador el Dr. Eduardo Ramírez Aguilar, gobernador electo de Chiapas nos invita a construir un Chiapas diferente, un Chiapas que florezca con oportunidades, que respete sus recursos y valore a su gente, eso significaría el inicio de una nueva ERA y el progreso humano de nuestro estado; una ERA de libertad descolonizante, una ERA de libertad de las conciencias para ayudar a los que más lo necesitan. Eso debe ser el instrumento político que nos guíe en esta nueva ERA que está por iniciar el 8 de diciembre. He aquí un poema al maestro /a.
¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que tú llevaste por la Tierra.
Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.
Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé.
Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos.
Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda. Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más horas que las columnas y el oro de las escuelas ricas.
Y, por fin, recuérdame desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos en el costado ardiente de amor.