José Luis Castillejos
¿Qué es lo que desea un pueblo por encima de carreteras, calles, luz, agua o drenaje? La respuesta es clara: seguridad. Sin seguridad, cualquier avance en infraestructura, por más ambicioso que sea, queda subordinado al miedo y al caos. Ninguna calle pavimentada puede devolver la tranquilidad de caminar libremente. Ningún servicio básico compensa la angustia de mirar por encima del hombro al salir de casa. La seguridad es el cimiento invisible sobre el que descansa el bienestar colectivo y la confianza en el porvenir.
Chiapas, tierra de historia y resistencia, ha enfrentado en los últimos años una de sus pruebas más dolorosas: la incursión del crimen organizado que puso de rodillas a comunidades enteras, paralizando la vida cotidiana. Las familias se vieron atrapadas en una espiral de violencia, secuestros y extorsiones que rompieron el tejido social. En este contexto, las prioridades de la población cambiaron. Lo que antes era anhelo de progreso se convirtió en un clamor desesperado por vivir en paz.
La demanda era unánime: poder salir al campo sin temor, llevar a los niños a la escuela sin sobresaltos, abrir negocios sin pagar tributos a manos criminales. Y así lo entendió el joven gobernador de Chiapas, Eduardo Ramírez Aguilar,quien sin conceder, sin dar tregua va removiendo piedra tras piedra para desmantelar la estructura criminal.
La inseguridad en Chiapas no fue solo un fenómeno criminal, sino una fractura profunda en la relación entre el pueblo y el Estado. La sensación de abandono y desprotección creció mientras las historias de desplazamientos forzados y comunidades sitiada se multiplicaban. En un estado rico en recursos naturales y cultura, el miedo se volvió una amarga paradoja: la belleza de sus paisajes contrastaba con el terror cotidiano.
Sin embargo, es preciso reconocer los esfuerzos recientes por desmantelar las redes del crimen organizado que sembraron el terror. Este proceso ha implicado la coordinación entre distintos órdenes de Gobierno y una voluntad firme de recuperar los territorios asediados. Aunasí, la victoria no debe medirse solo en detenciones o golpes a las estructuras criminales, sino en la restitución de la confianza de la ciudadanía. Cada operativo exitoso debe traducirse en un mensaje claro: las comunidades volverán a ser dueñas de sus destinos.
La seguridad no es un regalo ni una concesión. Es un derecho humano fundamental que habilita todos los demás derechos. Sin seguridad, la libertad de expresión, de tránsito y de trabajo queda anulada. Sin seguridad, la esperanza misma es rehén del miedo. Por eso, el principal indicador del desarrollo no puede ser solo el número de obras inauguradas, sino la percepción de tranquilidad en cada hogar.
No obstante, debemos plantearnos una pregunta esencial: ¿qué sigue después de recuperar la paz? La respuesta radica en un enfoque integral que no solo combata la delincuencia, sino que también atienda las causas que la alimentan. La falta de oportunidades, la pobreza y la exclusión social son el caldo de cultivo donde el crimen encuentra terreno fértil. Si queremos construir un Chiapas seguro y próspero, necesitamos más que policías y patrullas. Se requieren políticas públicas que fortalezcan el tejido social, generen empleo digno y dignifiquen la vida comunitaria.
La paz no se consigue solo con el desmantelamiento de cárteles, sino con la construcción de un futuro en el que cada joven vea en la educación y el trabajo caminos de realización, y no en las armas un atajo hacia el poder y el dinero fácil. Es en las aulas, en los centros de salud y en los espacios públicos donde se debe librar la batalla más decisiva por el futuro de Chiapas.
Asimismo, el rol de la sociedad civil es fundamental. La vigilancia ciudadana, la denuncia responsable y la participación activa en la vida pública son componentes esenciales de un entorno seguro. La seguridad no es una tarea exclusiva del Gobierno, sino un pacto social en el que todos asumimos responsabilidades y derechos.
El proceso de reconstrucción debe ser transparente y estar guiado por la rendición de cuentas. No basta con declarar la victoria; es necesario demostrar con hechos que la vida comunitaria se ha normalizado, que los mercados vuelven a ser espacios de encuentro y que las festividades recuperan su alegría sin temor a los balazos en la noche.
Los chiapanecos merecen más que sobrevivir: merecen vivir con plenitud. Volver a caminar por las calles de San Cristóbal, Tapachula o Tuxtla con la frente en alto, sabiendo que el Estado ha cumplido su función de proteger a sus ciudadanos. La historia de Chiapas es una historia de resistencia y dignidad, y la seguridad es el tributo que el Gobierno debe pagar al pueblo para honrar esa herencia.
En este proceso, la memoria también juega un papel determinante. No debemos olvidar a quienes perdieron la vida ni a los que sufrieron desplazamientos y violencias inimaginables. La memoria es el ancla que nos recuerda lo que no debe repetirse jamás. El desmantelamiento del crimen organizado debe ser visto no solo como un logro, sino como el inicio de un compromiso renovado con la justicia y la equidad.
El pueblo ha hablado con claridad: quiere vivir sin miedo. Por encima de carreteras y alumbrado público, desea recuperar la libertad de abrazar a los suyos sin mirar el reloj con ansiedad. El éxito no se medirá solo en infraestructura, sino en sonrisas y puertas abiertas. Porque un pueblo seguro es un pueblo libre, y solo en libertad se construye un futuro digno y en paz.