Sarelly Martínez Mendoza
Hay autores que trascienden más allá de sus lectores. Mario Vargas Llosa, el nobel peruano, es uno de ellos. Es tan leído como citado. Su vida misma es una novela: se casó con su tía, que era diez años mayor que él; después, con su prima, y hace diez años siguió con los escándalos de las revistas del corazón, al unirse con Isabel Preysler.
Estuvo a punto de ser presidente de su país, pero un japonés que manejaba un tractor destruyó sus aspiraciones y su parafernalia política. “Recuperamos a un escritor, no perdimos a un político”, dijo Octavio Paz de aquel episodio novelesco.
Vargas Llosa es muestra de que el talento, alimentado por el trabajo y la disciplina, puede producir grandes obras. Tengo varias preferidas, pero si tuviera que quedarme con tres, sería La guerra del fin del mundo, que leí en mis años de bachillerato; Conversación en la Catedral y La tía Julia y el escribidor. También me divertí mucho con el erotismo de Los cuadernos de don Rigoberto y del Elogio a la madrastra.
En realidad, podría elegir diez de sus libros para releer y los volvería a disfrutar. Ahí están La fiesta del Chivo, Travesuras de la niña mala —que me regaló el doctor Marco Antonio Besares Escobar—, El hablador, Cinco Esquina y hasta El pez en el agua.