La CIDH mantiene sin resolver dicho caso, mientras en Chiapas la violencia vuelve a cercar a comunidades indígenas
CARLOS RUIZ/PORTAVOZ
FOTO: ALEJANDRO LÓPEZ
Han pasado más de dos décadas desde la masacre de Acteal, pero el tiempo no ha curado la herida. En cambio, ha revelado una omisión sistemática. Para los descendientes de las víctimas, el Estado mexicano no solo falló en protegerlos en 1997; también los decepcionó al no garantizarles justicia. La memoria no se diluye con los años, y las infancias que hoy alzan la voz lo hacen desde un lugar heredado, el de una comunidad sobreviviente que se niega a ser borrada.
La exigencia ya no solo viene de quienes vivieron la matanza, sino de una nueva generación que creció con el peso de la impunidad. Jóvenes y niños, herederos de la organización Las Abejas, han denunciado el abandono institucional y la violencia que aún persiste en sus territorios. Lo hacen con claridad, no son víctimas pasivas del pasado, son testigos activos de un presente hostil, donde los agresores caminan libres y las amenazas siguen vivas.
Las palabras de la vocera del movimiento, Teresa Vázquez, sintetizaron un dolor colectivo, la masacre no terminó en 1997, solo cambió de forma. Que la Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH) mantenga pendiente su informe de fondo sobre el caso, admitido desde 2010, es una muestra más de cómo las instituciones internacionales también pueden contribuir al olvido. No es solo una resolución jurídica lo que exigen, es el reconocimiento de que sus vidas importan.
El caso judicial también desnuda una verdad incómoda, las estructuras del poder protegieron a los responsables. La liberación de paramilitares confesos por orden de la Suprema Corte en 2009 fue un golpe a la credibilidad del sistema de justicia. Ahora, que uno de ellos haya amenazado de muerte a una sobreviviente en mayo de este año, es prueba de que la impunidad no solo lástima, también mata.
Señalaron a Ernesto Zedillo como responsable de sembrar terror en las comunidades indígenas. Su reciente visita a México fue vista como deshonor por quienes aún entierran a sus muertos. A 27 años, la justicia no llega a Acteal no por falta de pruebas, sino por falta de voluntad. Y esa omisión, repetida cada día, también es un crimen.
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La exigencia ya no solo viene de quienes vivieron la matanza, sino de una nueva generación que creció con el peso de la falta de castigo