Valente Molina
El mito del cercenamiento de la lengua de Belisario Domínguez
Cuenta el mito (y no la historia) que la trágica noche del 7 de octubre de 1913, Belisario Domínguez Palencia era conducido por José Hernández el “Matarratas” (lugarteniente de la Policía Reservada de Victoriano Huerta), a un lugar alejado del entonces Distrito Federal (hoy CDMX) para ser asesinado; que hicieron una parada en la clínica del doctor Aureliano Urrutia, que recién había dejado el cargo de secretario de Gobernación. Allí en su quirófano, a Belisario le cercenaron la lengua. Después fue conducido a un panteón y allí le dispararon y enterraron.
Un año después, cuando se esclareció la muerte de Belisario en 1914 (por declaración confesa de los asesinos), su imagen fue más recordada por la valentía de sus acciones y discursos, que motivaron la disolución de las Cámaras y el derrumbamiento consecuente del Gobierno de Victoriano Huerta. Más que nunca se desacreditó al huertismo como una etapa oscura en la política y se exaltó merecidamente figura y el recuerdo de Domínguez.
LA VERSIÓN OFICIAL
El expediente judicial sobre la muerte de Belisario Domínguez fue muy estudiado hasta 1920 por abogados, historiadores, antropólogos, forenses y familiares. Después, el expediente desapareció. Las declaraciones de los asesinos fueron muy conocidas a partir de 1914 y asimismo, el resultado de la autopsia que estableció la causa de muerte: destrucción del cráneo y del cerebro por la trayectoria de las balas que le fueron disparadas; una en la región occipital y otra en el parietal derecho.
La declaración de sus asesinos Alberto Quiroz, Gilberto Márquez, Ismael Gómez y José Hernández fue muy detallada. Ellos responsabilizaron al inspector de policía Francisco Chávez de haberles encargado seguir al senador y después ser instruidos por Huerta para sacar a Belisario del hotel, llevarlo por los rumbos de Coyoacán, y en las cercanías del cementerio bajarlo del auto. Allí Márquez le dio un balazo por detrás (incrustado en la cabeza), y Quiroz le disparó dos veces más. Después fue enterrado inmediatamente en una fosa improvisada y sus ropas quemadas (Belisario no cavó la fosa, como cuentan).
El 6 de octubre de 1921, el famoso juez penal Alberto Aréchiga Rodríguez, quien llevó el caso de Belisario, declaró al periódico Excelsior que entregó el expediente a su sucesor Juan Toro, sin embargo, hasta hoy día no ha podido ser localizado en ningún fondo documental histórico o en el archivo judicial especializado.
El clamor popular a partir de la desaparición del senador en octubre de 1913, inició la construcción del mito. Nadie supo de su paradero durante un año. Como era sabido que Victoriano Huerta torturaba a sus enemigos, se hicieron varias hipótesis colectivas: que el chiapaneco había sido encarcelado en una mazmorra; que había huido a Estados Unidos (como ya lo había hecho Emilio Rabasa y el comiteco José Antonio Rivera Gordillo). También se dijo que había sido fusilado; y lo más grave, que le habían mutilado la lengua como escarmiento por hablar mal de Huerta. También decían que su lengua se conservó en un frasco de formol y que se la habían regalado al presidente Huerta.
En 1914 al localizar sus restos, la exhumación, la autopsia y el esclarecimiento de su muerte fueron temas públicos candentes. Sin embargo, las especulaciones populares continuaban al grado de asegurar que, en ese hecho sangriento había participado el médico Aureliano Urrutia, porque había sido el encargado de coordinar los cuerpos policiacos; porque tenía habilidades quirúrgicas reconocidas y, para su desfortuna, tenía su consultorio en Coyoacán, muy cerca de donde se había perpetrado el crimen de Domínguez.
Horacio Labastida en su libro Belisario Domínguez y el estado criminal 1913-1914, editado en 2012, da a conocer la referencia de una publicación más cercana en temporalidad al asesinato Belisario, esta fue en 1926 cuando la revista Mexico-Soviet editada en Puebla retomó la versión popular del cercenamiento y añadió que “el cuerpo fue incinerado en el crematorio del sanatorio y que la lengua la guardó Urrutia en un frasco de formol para regalársela al general a quien le dijo “aquí le traigo esto compadre”.
Pero quien más difundió este hecho fue Luciano Alexanderson Joublanc en su novela histórica Belisario Domínguez. Héroe Civil de México (1967). En esta obra de mucho color, se recrea en la página 337 y con varios adjetivos y diálogos el cercenamiento, el autor dice “[…] con un filoso bisturí de un solo tajo, le cercena la lengua, después de abrirle la lengua y extraérsela con instrumentos especiales. Con brutalidad es empujado sobre una cubeta de peltre blanco, para que no manche de sangre el piso, la cual brota a raudales de aquella boca que jamás podrá articular palabra alguna”.
A partir de allí, el suceso sangriento fue tomando matices hasta convertirse en un pasaje del dominio público insertado con certeza en la historia oficial, cuando en 1918 iniciaron año los homenajes en la Cámara Alta. En 1930 los senadores decretaron el 7 de octubre día de luto nacional leyéndose cada año el discurso del chiapaneco y en 1953 se decretó otorgar la medalla Belisario Domínguez.
REFERENTE NACIONAL
Si a Belisario le cortaron la lengua o no, es algo hoy día difícil de esclarecer. Los mitos tienen un sentido simbólico y la historia del comiteco centrada en su valiente desempeño en el breve tiempo como senador, trascendió en un tiempo en el que era más común callar.
Belisario izó la bandera de la dignidad nacionalista, sin importar el sacrificio de la vida, de ahí el surgimiento de tantos textos para conocer detalles de su trayectoria y vida personal como hombre virtuoso, digno de conocer en todas sus facetas.
Más allá de este hecho tergiversado en torno a su muerte, Belisario Domínguez es un ejemplo de congruencia, valor y decisión. Su sentido ético y de justicia se reitera cuando leemos la frase final de uno de sus discursos. “No importa, señores, la patria lo exige y debéis cumplir con vuestro deber”. Belisario se refería a un deber que urge hoy día exaltar en la voluntad participativa de los chiapanecos. Quien no entienda esta invitación y legado histórico de Domínguez, se quedará —como dice Horacio Labastida— en la permanente reflexión de la utopía belisariana.