La necesidad de justicia expresada por niñas y niños es legítima, pero muchas veces se ve opacada por el temor social a hablar del tema
IVÁN LÓPEZ/PORTAVOZ
El silencio suele ser la única defensa que encuentra un niño víctima de abuso sexual. No es por falta de dolor ni de conciencia, sino porque la estructura familiar y social que debería protegerlo, muchas veces, decide mirar hacia otro lado. La vergüenza, el miedo al escándalo o la incredulidad suelen pesar más que la verdad.
La psicóloga y activista, María Eugenia Ramírez, ha escuchado demasiadas veces la misma frase, “quiero justicia”, dicha por menores que ni siquiera comprenden del todo lo que implica esa palabra, pero que identifican con claridad que algo les fue arrebatado. En el momento que, esa demanda se ignora, la herida se arraiga y contamina cada etapa de su vida.
El abuso sexual infantil no solo destruye el presente, sino que condiciona el futuro. En la vida adulta, los traumas no resueltos pueden manifestarse en relaciones afectivas fallidas, conductas adictivas, aislamiento o dificultad para formar una familia. No se trata solo de víctimas aisladas, sino de redes humanas fracturadas.
El principal obstáculo para denunciar no siempre es el agresor. A veces es la madre que duda, el padre que calla, la abuela que teme al qué dirán. Ramírez recalcó que el primer acto de justicia empieza en casa, creerle a la víctima. Pero esto choca con la falta de tiempo, de atención y con una cultura que todavía esconde el tema bajo la alfombra. En muchos casos, los signos están ahí, en los juegos, en el lenguaje, en el silencio. Sin embargo, el mundo adulto sigue sin mirar, sin preguntar, sin escuchar.
Legislar para que estos delitos no prescriban, como se ha hecho en Chiapas, es un paso necesario, pero no suficiente. Lo fundamental es desmontar la normalización del abuso, que no es un problema individual sino estructural. Y, sobre todo, recordarlo siempre, el abuso no es normal, ni debe seguir siendo invisible. Hace falta formación, empatía y voluntad política. Porque el daño no termina con el acto, sino con la indiferencia que lo perpetua.
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No se trata solo de víctimas aisladas, sino de redes humanas fracturadas