José Luis Castillejos
Cuando Pepe Mujica dé su último suspiro, no solo se apagará un hombre, sino un capítulo único en la historia de América Latina. Será el adiós del pensador que nos enseñó que la grandeza no está en acumular riquezas, sino en vivir con lo justo, abrazando la sencillez como bandera. Entonces, cuando su chacra quede en silencio, el vacío que deje será inmenso, y las lágrimas de muchos no serán de tristeza, sino de gratitud.
Pepe Mujica lleva tiempo despidiéndose, poco a poco, como si quisiera prepararnos para su partida. Desde su pequeña casa en las afueras de Montevideo, vivió como predicó: sin ostentaciones, con un viejo Volkswagen como compañero de camino y una vida dedicada a los demás. “El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son”, solía decir, una frase que, en su caso, se convirtió en verdad absoluta.
Conoció la tortura y la soledad durante 13 largos años de prisión como guerrillero tupamaro. Sin embargo, al recuperar la libertad, eligió el perdón en lugar del odio. “Si tengo que vivir odiando, me estarían robando el presente”, decía, como si cada palabra llevara el peso de su sufrimiento transformado en sabiduría.
Su Presidencia (2010-2015) no fue perfecta, pero sí profundamente humana. Mujica donó la mayor parte de su salario, rechazó vivir en el Palacio Presidencial y gobernó desde el corazón. En cada discurso dejó lecciones que resuenan hasta hoy: “O logras ser feliz con poco y liviano de equipaje, porque la felicidad está dentro tuyo, o no logras nada”. Mujica no solo habló, vivió lo que predicaba.
A miles de kilómetros de su chacra, lo evoco desde mi propio rancho mientras recorro este sábado los potreros y veo el ganado. Lo confieso: me gana la tristeza. No porque Pepe se esté yendo, sino porque su vida me hizo creer que el mundo puede ser mejor si adoptamos su lección más simple y profunda: el amor al prójimo.
El día que Mujica no esté, será un día oscuro para quienes lo admiramos. Pero su legado seguirá iluminando a las generaciones venideras, recordándonos que la verdadera riqueza está en compartir, que la política puede ser un acto de amor y que la felicidad se encuentra en lo esencial.
Pepe Mujica no morirá del todo, porque su ejemplo vivirá en cada rincón donde alguien decida cambiar el mundo empezando por su propia vida. En la eternidad de los grandes hombres, Pepe será una chispa que nunca se apaga.
“Me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo”, reclamó un día a un grupo de jóvenes. Hoy, a seis mil 780 kilómetros de la chacra de Pepe, casi en las llanuras uruguayas, puedo decir que a mí me ayudaron mucho sus palabras. Yo, hoy, sábado 18 de enero de 2025, también vine a mi chacra mientras muchos ya lo dan por muerto.
Hoy, en un mundo que parece girar cada vez más rápido, donde la ambición y la superficialidad reinan, la figura de Mujica se yergue como algo doloroso de lo que hemos perdido. Su mensaje, sin embargo, no es de desesperanza. Es un llamado urgente a detenernos, mirar alrededor y preguntarnos qué tipo de legado queremos dejar.
A veces, las lágrimas no son de tristeza, sino de gratitud. Gratitud porque, en un rincón del sur del mundo, hubo un hombre que nos recordó que lo esencial no se encuentra en el oro ni en el mármol, sino en el amor sencillo, en la vida compartida, en la mano extendida al que más lo necesita.
Pepe Mujica se nos va a cada minuto. Su ejemplo perdurará como una llama que, aunque pequeña, tiene el poder de iluminar las almas más oscuras.
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