Sarelly Martínez Mendoza
A Juan Pablo Montes de Oca Avendaño (1977-2024) lo conocí después de haberlo criticado en una columna periodística. En lugar de responderme con insultos, me buscó. Tomamos un café, y encantador como era, nos hicimos amigos de inmediato.
No volví a escribir de él, ni siquiera para reconocer sus logros. “Un día vas a escribir un libro sobre mí”, me dijo. “Voy a escribir tu biografía”, le respondí, y yo estaba convencido de que jugaría un papel destacado en la política, porque a través de los años, lo conocí como lo que era: un hombre dedicado al trabajo, leal y generoso con sus amigos, y de convicciones y valores éticos en el ejercicio público.
Desde entonces, desde 2013, compartimos muchas pláticas. Pasábamos horas hablando de sus sueños en la política y de su familia. Era un extraordinario negociador. En 2014 logró llegar a acuerdos con desplazados de la Casa del Pueblo con lo que disminuyeron los enfrentamientos violentos.
Juan Pablo nació el 22 de diciembre de 1977 del matrimonio de Eugenia Margarita Avendaño Borraz y de Armando Montes de Oca Rodríguez, quienes procrearon también a Francisco y Rosalía. Su formación académica fue en instituciones públicas. En su pueblo, estudió la primaria en la Escuela Valentín Gómez Farías, la secundaria en la Técnica número 4 y la preparatoria en el CBTA 43. La carrera de ingeniería Civil lo cursó en la Universidad Autónoma de Chiapas, de 1995-2000.
Se sentía muy agradecido con el constructor Óscar Augusto Reyes Ordóñez, dueño de Coyatoc Construcciones, porque él le dio su primer empleo. Después de trabajar para Coyatoc fue gerente de la Constructora Alta Calidad en Construcción. Él también se dedicó a obras de construcción.
A inicios del XXI, murió su padre, el médico y escritor Armando Montes de Oca Rodríguez, quien escribió El extraño y otros cuentos (Coneculta, Chiapas, 1992) y la fascinante novela Marimbal (Congreso del Estado de Chiapas, 1998). Los dos libros me los entregó en tiempo de pandemia y los disfruté mucho. Publiqué una reseña de El extraño, pero he dejado pendiente Marimbal.
A su padre, un hombre estricto con sus hijos, disciplinado y servicial, le ofrecieron varias veces contender por la presidencia municipal, pero nunca aceptó. Prefirió seguir en su consultorio, y dedicarse, en sus ratos de ocio, a cantar, tocar la marimba, rasgar la guitarra, y a escribir poemas y cuentos.
En su juventud, Juan Pablo practicó basquetbol. En esos encuentros deportivos conoció a la que sería su esposa, Guillermina Rincón Cruz, quien estudiaba la Licenciatura en Cirujano Dentista en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach). Poco después se casaron y procrearon a Sofía y a Juan Pablo.
Guillermina, la Güera, aún participaba en encuentros deportivos, con su equipo Accsa. Él había aparcado sus tenis y olvidado los balones. Sus rodillas se lo impedían. Pospuso por siempre la operación. “Ya lo haré”, decía, pero llegaban otros compromisos, y se olvidaba de atenderse las rodillas estropeadas en sus tiempos de basquetbolista.
En sus años de estudiante de ingeniería civil, carrera de la que se tituló en 2005, no participaba en política. Ese gusto llegó después, cuando se registró en 2011 para contender a la presidencia municipal de Carranza por el PAN y ganó.
“Cuando fui presidente, busqué apoyar a las personas de mi pueblo; compraba las cosas que se necesitaban a proveedores de ahí, para fortalecer a la economía local”, recordaba, y a eso atribuía que pudiera caminar libremente por su pueblo, incluso, que después que dejara el cargo, pusieran su nombre a la Unidad Deportiva de Pujiltic.
Por esos años en la alcaldía, lo buscó Eduardo Ramírez Aguilar, quien lo convenció a pasarse al Partido Verde. Lo hizo y apoyó en la campaña de 2012, en donde se integró al equipo del hoy candidato a la gubernatura de Chiapas, quien se convertiría en su amigo y su aliado. Soñó con verlo convertido en gobernador.
Ese mismo año formó parte del gabinete del gobierno del estado, como subsecretario de Infraestructura, Carretera e Hidráulicas de Chiapas de la Secretaría de Infraestructura. Yo no lo conocía, entonces, y fue cuando lo critiqué en una columna. Para abreviar, le puse JP.
Después, en un desayuno, entre risas, Eduardo Ramírez Aguilar me dijo que desde que le había dicho JP, ya no le decía Juan Pablo, sino JP. Hace un mes, Sergio Serna y Manuel Aguilar me mostraron una gorra con las iniciales JP, y me recordaron aquel texto donde yo había escrito JP.
Al paso del tiempo, conocí a su familia, a sus hijos y a sus colaboradores más cercanos: a Sergio, a Manuel, a Juan Luis Zarazúa, Edi Caballero, Ruby Anahí Gamboa y Mario Díaz, quienes ahora están desconsolados, y lloran la partida más que de un jefe, de un amigo franco y espléndido.
Tienen razón. Pude constatarlo. No cambió conmigo cuando fue diputado federal, mucho menos cuando en 2018 ganó la diputación local. Fue el mismo amigo generoso que repartía su tiempo conmigo. Estoy seguro de que no cambió con nadie. Lo más valioso para él fue su familia y sus amigos, a quienes visitaba, a quienes llamaba o enviaba mensajes.
Sabía crear lealtades y cariño. Ajustaba su apretada agenda para saludar, para abrazar a sus amigos y seguidores. Sabía leer la fortaleza de los personajes políticos y diagnosticaba de forma excepcional el panorama social. En septiembre del año pasado me entregó un documento en donde analizaba la contienda política de 2024, y así como lo previó, así han sucedido los acontecimientos.
Le gustaba descansar en su rancho, a las afueras de Carranza, cerca de Laja Tendida. Ahí montaba su caballo pinto Lucky. Era feliz. Retomaba energías y regresaba a la brega política.
Cuando su hija terminó el bachillerato el año pasado, habló con ilusión de su formación universitaria. Sofía se fue a la Ciudad de México a estudiar derecho, pero padecía soledad. Entonces Juan Pablo, pese a que a no le gustaban los gatos, le llevó uno para hacerle compañía. Tampoco le gustaban los perros; cuando me visitaba, tenía que abrirse paso con cuidado entre la jauría callejera que se ha juntado en mi casa. Él era hombre de a caballo y de rancho y de la política comprometida.
Juan Pablo era un hacedor de amigos. Era encantador, incondicional y noble; era, además, un gran conversador, que le brillaban los ojos cuando hablaba de sus pasiones políticas.
Cuando nos habíamos visto dos o tres veces, me trajo de Carranza tamales con chile en vinagre. “Así lo comen en mi pueblo”, me dijo, y yo desconfié al principio. Después me acostumbré a su magnanimidad, llegaba a mi casa con dulces regionales, con café de la Sierra, con una botella de vino. Lo último que me entregó fue una botella de cognac.
En estos diez años de pláticas casi semanales, de intercambio de mensajes, supe de su pasión, compromiso y entrega por Chiapas, de su visión política y de su lealtad con sus amigos.
Ahora que se ha marchado, voy a extrañar sus mensajes: “¿Cómo estás?, ¿En dónde estás? Voy para allá”. Su último mensaje fue el viernes: “Buena tarde mi querido amigo. ¿Cómo estás?”. Después hablamos por teléfono. El tema, como había sido desde que lo conocí, fue sobre política y de los planes que venían para Chiapas. “¿Comemos juntos después de la Semana Santa?”, me preguntó; “por supuesto”, le respondí.
No sabía, desde luego, que sería su última llamada; con su esposa, con sus hijos Sofía y Juan Pablo, su hermana Rosalía y sus sobrinos Daniela y Eduardo, habría otros planes.