Gilberto de los Santos Cruz
El 23 de junio de 1937 marcó un hito en la historia económica y social de México. En esa fecha, el entonces presidente Lázaro Cárdenas del Río firmó el decreto de nacionalización de los ferrocarriles, dando nacimiento a la empresa pública Ferrocarriles Nacionales de México (FNM). Esta decisión, cargada de simbolismo patriótico y de visión estratégica, representó mucho más que la simple transferencia de infraestructura: fue un acto soberano de afirmación nacional, inspirado por los ideales revolucionarios y por la necesidad de consolidar el desarrollo económico del país bajo una lógica de justicia social.
Para entender la magnitud del acontecimiento, es necesario retroceder algunas décadas. Desde finales del siglo XIX, bajo el porfiriato, la expansión del sistema ferroviario había sido vista como un símbolo de modernidad. Sin embargo, este crecimiento estuvo fuertemente condicionado por la inversión extranjera, principalmente de capital estadounidense e inglés. Los ferrocarriles fueron construidos y operados por compañías privadas que respondían a intereses foráneos, en muchas ocasiones ignorando las necesidades reales del desarrollo interno de México. A pesar de su impacto económico, el modelo ferroviario se convirtió en un instrumento de control territorial, explotación laboral y concentración del poder.
Durante la Revolución Mexicana, los trenes jugaron un papel clave. No solo transportaron tropas y recursos, sino que se convirtieron en emblema del conflicto. En ellos se vivieron episodios dramáticos y decisivos para las distintas facciones revolucionarias. Tras el conflicto armado, quedó claro que el sistema ferroviario requería una profunda transformación para responder a los intereses del pueblo mexicano. Sin embargo, el camino hacia la nacionalización fue largo y complejo, lleno de resistencias políticas, jurídicas y económicas.
Cuando Lázaro Cárdenas asumió la Presidencia en 1934, trajo consigo una renovada visión nacionalista y social. Su Gobierno impulsó una serie de reformas estructurales orientadas a fortalecer la soberanía del país y a redistribuir la riqueza en favor de los sectores más desprotegidos. En ese contexto se inscribe la nacionalización de los ferrocarriles. Las razones detrás de esta medida eran múltiples: desde la precariedad del servicio, la falta de mantenimiento y renovación tecnológica, hasta las condiciones laborales injustas que sufrían los trabajadores ferroviarios, agrupados en poderosos sindicatos que apoyaban la causa cardenista.
El decreto firmado el 23 de junio de 1937 estableció la expropiación de las empresas privadas que operaban los ferrocarriles y la creación de Ferrocarriles Nacionales de México, como una empresa del Estado. Se trató de una decisión audaz que generó reacciones encontradas dentro y fuera del país. Mientras que sectores conservadores y extranjeros expresaron su rechazo y alarma ante lo que veían como un acto hostil hacia la inversión privada, amplios sectores populares y obreros lo celebraron como una conquista histórica.
Uno de los aspectos más significativos del proceso fue el papel de los trabajadores. Lejos de ser excluidos del proyecto, los sindicatos participaron activamente en la administración temporal del sistema ferroviario durante la transición. Fue un gesto de confianza que reafirmó el carácter popular de la medida. El presidente Cárdenas veía en ellos no solo a beneficiarios, sino también a actores clave del nuevo modelo económico. Este enfoque fue pionero en América Latina y sentó un precedente para otras nacionalizaciones posteriores, como la del petróleo en 1938.
La creación de Ferrocarriles Nacionales de México significó, en términos prácticos, una reorganización completa del sistema ferroviario. La empresa estatal quedó encargada de modernizar la infraestructura, mejorar la calidad del servicio y expandir las líneas hacia regiones marginadas. Durante las siguientes décadas, el sistema nacionalizado contribuyó al crecimiento industrial, a la integración territorial y al fortalecimiento del mercado interno. Fue un motor de desarrollo que permitió conectar al país y democratizar el acceso a un servicio vital para la movilidad y el comercio.
Hoy, a casi nueve décadas de aquella decisión histórica, la efeméride del 23 de junio de 1937 invita a reflexionar sobre el papel del Estado en la economía, la soberanía nacional y el derecho de los pueblos a definir su propio destino. En un contexto global marcado por nuevas formas de dependencia, el legado de Lázaro Cárdenas sigue siendo fuente de inspiración. Su apuesta por un México independiente, justo y con visión de futuro, permanece vigente en la memoria colectiva del país.
En un tiempo donde los debates sobre la propiedad de los recursos estratégicos vuelven a estar en el centro de la agenda pública, recordar la nacionalización de los ferrocarriles no es solo un ejercicio de memoria histórica, sino una oportunidad para imaginar nuevos caminos de desarrollo con justicia social.