José Luis Castillejos A.
El mundo jamás había estado tan conectado. Pero también, jamás se había sentido tan solo.
Vivimos rodeados de pantallas. Hablamos con voces sintéticas. Pedimos comida, afecto y respuestas en tiempo real. Pero el alma sigue hambrienta.
Las redes sociales simulan compañía, pero muchas veces solo amplifican el vacío. La conexión se ha vuelto superficial, casi siempre sin escucha ni mirada.
En esta época, una llamada telefónica parece un gesto invasivo. Preferimos escribir mensajes que eviten la confrontación directa de las emociones.
Los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos. Saben qué pensamos, qué deseamos y qué vamos a comprar. Pero no saben abrazar.
Cada vez hay más chats, más grupos, más emojis. Y al mismo tiempo, más ansiedad, más insomnio, más tristeza silenciosa.
La tecnología avanza con pasos gigantes. Lo humano retrocede, lento pero constante, perdiendo terreno frente a lo inmediato.
Nos vemos en línea, pero no en persona. Nos hablamos con filtros, pero ya no nos miramos a los ojos.
En este siglo, el mayor lujo no es el acceso a la información, sino el acceso a una conversación real, sin distracciones.
Por eso, a veces, prefiero las voces del campo. Salgo a caminar y observo los cerros, los prados. O voy a un café a leer, para no quedarme en la rutina del celular que nos aleja. Me pongo a escribir poesía o canciones. Me reconcilio con el silencio.
Las nuevas generaciones crecen entre pantallas, sin aprender a interpretar silencios, gestos o matices del lenguaje corporal.
No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de recuperar lo esencial. Lo que no se puede descargar ni compartir.
¿Quiénes somos sin likes? ¿Qué queda cuando se apaga el WiFi? ¿Cuánto valen nuestros vínculos si solo viven en la nube?
El reto no es volver al pasado. Es reinventar el presente con presencia. Con tiempo de calidad, con atención plena.
Tenemos que aprender a desconectarnos para poder reconectarnos. No con las máquinas, sino con nosotros mismos y con los demás.
Una conversación sin notificaciones. Un paseo sin celular. Un café sin fotografías. Un silencio que no incomode.
Eso, hoy, es casi un acto de resistencia.
El mundo necesita menos ruido y más escucha. Menos pantallas y más encuentros. Menos prisa y más alma.
La revolución pendiente no es digital. Es profundamente humana.