Ana Laura Romero Basurto
El símbolo que resume el dolor de un niño en Gaza
Hay imágenes que, por más que uno intente, no pueden olvidarse. Se quedan tatuadas en la memoria, como una herida abierta. Una de ellas, profundamente devastadora, muestra a un niño palestino suplicando por la camisa ensangrentada de su padre, asesinado durante un ataque en Gaza. “Quiero su olor”, repetía entre sollozos. No pidió justicia, ni venganza, ni siquiera consuelo. Pidió una camisa. Una prenda como último refugio de amor. Un pedazo de tela convertido en símbolo del duelo más íntimo.
Esta escena, captada en video y difundida en redes sociales, conmovió al mundo y expuso, con crudeza, el verdadero rostro del conflicto: el de la infancia herida, rota, obligada a cargar un dolor que ningún niño debería conocer. El rostro de quienes crecen entre escombros, sin escuelas, sin abrazos, sin padres.
¿Qué futuro puede tener un pueblo donde la infancia llora por el olor de sus muertos?
La tragedia palestina no es nueva, pero se ha vuelto cada vez más brutal y deshumanizante. Bajo la lógica del poder y la represalia, se normaliza lo inaceptable: escuelas bombardeadas, hospitales destruidos, madres que paren entre ruinas y niños que entierran a sus padres sin entender por qué. El mundo, que debería alzar la voz, muchas veces elige mirar hacia otro lado. Pero la voz de ese niño, aferrado a una camisa manchada de sangre, resuena más fuerte que cualquier indiferencia diplomática.
Como sociedad global, estamos obligados a preguntarnos: ¿cuánto más dolor infantil estamos dispuestos a tolerar antes de actuar? La dignidad humana no tiene nacionalidad, ni religión, ni frontera. Y cuando un niño nos recuerda que lo único que
desea es conservar el olor de su padre, no es solo un grito de dolor: es una denuncia moral contra la pasividad del mundo.
Porque la guerra puede arrebatar cuerpos, pero es la indiferencia la que mata el alma. Y ningún conflicto, por complejo que sea, justifica que la infancia crezca buscando consuelo en una camisa manchada de sangre.
Hoy más que nunca, el mundo necesita sensibilidad, memoria y acción. No podemos seguir contabilizando el dolor como si fuera una estadística más. Ese niño palestino no solo pidió una camisa: nos pidió no olvidar. Nos pidió mirar más allá de los discursos y las banderas, y reconocer que en cada guerra hay una infancia que clama por justicia, por paz, por ternura.
Que esa camisa con olor a padre no se convierta en un símbolo más del olvido, sino en un recordatorio urgente de que la humanidad no puede seguir ignorando su propio reflejo en los ojos llorosos de un niño.
Porque callar ante la barbarie es también una forma de violencia.
Y el silencio, cuando se trata de vidas inocentes, ya no es neutral: es cómplice.