Adicciones, trastornos alimenticios y bullying forman parte de un panorama que poco se atiende con la urgencia necesaria.
YUSETT YÁÑEZ/PORTAVOZ
La adolescencia siempre ha sido una etapa de cambios profundos, el cuerpo, las emociones y la identidad se transforman al mismo tiempo. Sin embargo, en la actualidad estos procesos ocurren bajo una presión social que se multiplica en las aulas, en las redes sociales y en las familias. El resultado es un terreno fértil para que los problemas de salud mental se instalen en silencio.
El psicoanalista Erwin López Ríos lo resume así:
“Bueno, va variando, por ejemplo, uno siente la necesidad cuando actualmente podemos vincularlo a temas muy específicos, por ejemplo, adicciones, problemas con la pareja, problemas que uno a veces va acumulando durante la vida, por cosas que siguen pasando, pero uno intuye que no tiene que ver mucho con lo que pasa ahora, y tiene, digamos, sus raíces en la infancia”.
Hablar de salud mental todavía genera resistencia. En Chiapas, persiste la cultura de “guardar silencio” ante lo emocional. La idea de acudir con un especialista sigue siendo cuestionada por familias que consideran “innecesario” pagar por hablar.
“En Chiapas quizás todavía estemos pensando si sirve o no, porque a veces suena un poco contrasentido para muchas personas ir a pagar a un lugar para hablar”, explicó López Ríos. “Eso tiene que ver con la desvalorización de la palabra… hemos desechado el poder que esta tiene para sanar, pero antes de reconocer ese poder necesitamos reconocer también que las palabras nos afectan y que a veces estamos enfermos de ellas”.
Ese estigma retrasa la atención y normaliza situaciones que pueden convertirse en crisis: adolescentes con depresión no diagnosticada, jóvenes que consumen drogas en silencio o que padecen trastornos alimenticios sin recibir apoyo adecuado.
La presión social, el bullying, la violencia intrafamiliar y el consumo de sustancias son parte del escenario que enfrentan los adolescentes chiapanecos. A esto se suman la anorexia y la bulimia, trastornos que han cobrado fuerza en un contexto donde los estándares de belleza circulan sin filtros en redes sociales.
“Quizás hayan aumentado un poco los adolescentes, o más bien padres preocupados por sus hijos adolescentes… todavía siguen viéndose problemas como anorexia, bulimia, y también vinculados a las drogas”, señaló el especialista.
Aunque cada vez más familias buscan ayuda, el acceso a servicios adecuados sigue siendo limitado.
La adolescencia se concentra en las aulas, pero las escuelas no están preparadas para enfrentar la magnitud del problema. En el nivel medio superior, donde la población oscila entre 300 y 600 alumnos, suele haber solo uno o dos psicólogos, y en muchos casos no cuentan con formación clínica.
“Esto quiere decir que sí hay una demanda de atención a la salud mental, pero no hay un sistema que todavía pueda responder”, advirtió López Ríos. “En las escuelas de nivel medio superior, ante una población de 300 a 600 alumnos, hay uno o dos psicólogos… y muchas veces no son clínicos. Ahí tenemos una falta de servicio del Estado para atender problemas que se reflejan en la escuela, pero que vienen de casa: bullying, chicos que se cortan, ausencia o maltrato de los padres”.
La escuela termina siendo un espacio donde emergen los síntomas autolesiones, aislamiento, conductas violentas, pero carece de las herramientas institucionales para responder de manera efectiva.
La salud mental de los adolescentes refleja lo que ocurre en el núcleo más cercano: las familias. El descuido, la ausencia o el maltrato parental dejan huellas profundas que, combinadas con la presión social y la falta de atención escolar, generan un círculo de vulnerabilidad.