Sarelly Martínez Mendoza
A las ciudades las queremos porque las sentimos nuestras, porque nos ofrecen un abanico de disfrutes y momentos de felicidad. Las queremos porque tienen remansos de paz, posibilidades de logros personales y espacios de encuentro con los amigos. Las
Hay ciudades amadas y odiadas. París es profundamente amada, pero también debe ser odiada. No hay ciudad perfecta. No se puede amar tanto a una ciudad sin ponerle taches de incomodidad. Las ciudades-museos, por ejemplo, deben ser inhóspitas para muchos. Se requiere dinero, bastante dinero para disfrutarlas plenamente.
En todas partes hace falta dinero para conocer algunos lados bellos de la vida; a veces menos, a veces más, pero el dinero es parte de la felicidad, aunque no se pague por un atardecer o por una caminata. Pero los museos, los conciertos, los restaurantes suelen ser caros y forman parte de las alegrías.
Habrá más razones, por supuesto, para amar a Barcelona o Nueva York, que a esta ciudad-pueblo que es nuestro Tuxtla, pero yo sí encuentro varios motivos para amarla, también para odiarla. Estos conflictos interiores me duran poco y hoy no quiero evocarlos.
Tengo varios motivos para querer a esta ciudad, no solo porque aquí trabajo, sino porque he hecho de ella mi mapa de querencias. Empiezo, pues, con mi lista de gustos y alegrías.
Aparece, sin que necesariamente esté primer lugar, un espacio: la Calzada de las Personas ilustres y todo lo que conecta: los museos de Paleontología, Botánico y Regional, el Jardín Botánico, la Alberca del Parque Francisco Madero, el Teatro de la Ciudad y el Centro de Convivencia Infantil. Lo comparo con Chapultepec, sin castillo ni lago.
Al ver el mapa urbano de Tuxtla, hay tres áreas verdes: Caña Hueca, el Parque del Oriente y esta zona de las Personas Ilustres, que es parte de mis nostalgias juveniles, con sus aguas de coco, raspados, pozol y empanadas.
Es una lástima que esté desconectado del resto de la ciudad, y aunque se emplea para exposiciones y ferias, debería aprovecharse más para caminar y para la presentación de grupos artísticos.
El Jardín Botánico es un lugar mágico. Me gustan sus árboles, su quietud interrumpida a veces por voces de niños y cantos de pájaros. Recuerdo al manatí, sus ojitos curiosos y su movimiento reposado. ¿Cuánto tiempo habrá vivido? Yo lo pienso eterno. Si no se indigestó por los manguitos verdes y zanahorias que le dábamos a escondidas, debió haber sobrepasado los 60 años. Ojalá.
El zoológico, que estuvo aquí por muchos años, y que en los ochenta fue reubicado en Cerro Huego, con el nombre de Miguel Álvarez del Toro —y con justicia–, es un lugar que nos regresa a lo que fue Tuxtla: un valle rodeado de árboles. También fue pulmón, también fue esta belleza de cantos de pájaros y tupidez de bosque.
A diferencia de muchos, me gusta el clima tuxtleco, porque no llega a los fríos invernales de Los Altos, tampoco al sofocante calor costeño. El frío es agradablemente templado en invierno y casi siempre acogedor en primavera. En el verano se tolera bastante bien con los días nublados y las lluvias.
La oferta de servicios educativos, culturales y administrativos es una ventaja que no se tiene en muchos pueblos. Hay personas que deben viajar a esta ciudad para realizar trámites. Nosotros podemos resolverlo aquí mismo, si es que es logramos lidiar con la burocracia, aunque eso implique perder varias horas.
Pese a que es un lugar caótico —y esta es una de mis aversiones—, es posible llegar en media hora casi a cualquier punto de la ciudad, a menos que sea hora pico. Eso también lo agradezco, así como que ofrezca espacios para presentaciones de libros, obras de teatro y conciertos.
La comida callejera, en esa mezcla de culturas, enriquecidas con la istmeña, es atractiva. Me encantan el pozol, los taquitos, las empanadas, el queso fresco y los tamales de hoja de milpa. Además, al concentrarse aquí casi un millón de personas es posible encontrar comida asiática, europea y sudamericana.
Unos de mis placeres es escuchar, en el momento menos esperado, una marimba, a veces en la lejanía, a veces a unos metros de mi casa. Esa sorpresa con que llegan algunos regalos es algo que agradecer. Ya sé que no puedo dejar de mencionar, a propósito de maderas musicales, el Parque de la Marimba, pero acudo poco, y no es que no me guste, pero he perdido el hábito, lo mismo que ese lugar majestuoso que es el Cañón del Sumidero o la Cruz de Copoya.
Estos lugares no son parte de mi mapa de disfrutes cotidianos de la ciudad, pero sí imprescindibles cuando me visitan los amigos.
Otra cosa que me gusta de este Tuxtla es su ubicación. Podemos viajar en poco tiempo a San Cristóbal, al mar o a la serranía.
Habrá muchas cosas más por las que hacemos propia esta ciudad. Podemos enumerar la comida, la música, los espacios de encuentro, pero creo que este lugar de antiguos zoques es, pese a todo, acogedor y hospitalario. En otro momento hablaré de los motivos para el desencanto. Hoy me quedo solo con el gozo y de alegría.