Cuando vehículos que deberían combatir al crimen terminan sirviéndolo, lo que está en juego no es solo la seguridad… sino el futuro del Estado de derecho
ARGENIS ESQUIPULAS/PORTAVOZ
La línea imaginaria que divide a México de Guatemala se ha convertido en los últimos días en un campo de batalla sangriento y una fuente de tensión diplomática sin precedentes. El pasado 8 de junio, un enfrentamiento armado entre fuerzas de seguridad mexicanas y presuntos integrantes del crimen organizado dejó un saldo de al menos cuatro presuntos hombres muertos, intensificando la violencia que desde hace años azota esta franja limítrofe.
Lo que parecía un operativo más en la lucha contra el crimen organizado se transformó en un escándalo internacional, imágenes difundidas en redes sociales mostraron a soldados del Ejército de Guatemala disparando desde un Jeep militar donado por Estados Unidos… no contra el crimen, sino aparentemente protegiendo a sicarios que huían tras asesinar a cinco policías mexicanos. Las consecuencias podrían ir mucho más allá de los disparos.
La violencia estalló la tarde del domingo 8 de junio en las comunidades de Las Champas y La Mesilla, cerca de Ciudad Cuauhtémoc, municipio de Frontera Comalapa, Chiapas, en una zona de tránsito constante de mercancías, personas y —según reportes oficiales y denuncias ciudadanas— también drogas, armas y migrantes. Fue allí donde elementos de la Fuerza de Reacción Inmediata Pakal (FRIP), una corporación policial estatal recientemente formada, se enfrentaron a un grupo armado que, según fuentes del Gobierno estatal, está vinculado al asesinato de cinco policías el pasado 2 de junio.
La emboscada del 2 de junio fue brutal, la patrulla número 23057 fue interceptada, y los agentes Guillermo Cortés Morales, Jesús Sánchez Pérez, Joel Martínez Pérez, Brenda Lizbeth Toalá Blanco y Pedro Hernández Hernández fueron emboscados, ejecutados e incinerados dentro de su unidad, a solo unos cientos de metros del paso informal a La Mesilla, Guatemala. Fue allí donde comenzó la cacería.
El operativo del domingo fue una reacción directa. Los elementos de la FRIP, con apoyo de la Fiscalía General del Estado, lograron localizar a un convoy de los presuntos agresores. La persecución cruzó la frontera informal. Las balas no reconocieron límites, los disparos se prolongaron hacia territorio guatemalteco, donde —según testigos— los policías mexicanos ingresaron en busca de los fugitivos. Cuatro de ellos fueron abatidos.
El Gobierno de Chiapas afirmó que no hubo bajas entre las fuerzas del orden mexicanas y que se aseguraron armamento y vehículos utilizados por los presuntos criminales. Sin embargo, el operativo, lejos de traer paz, desató una tormenta diplomática cuando salieron a la luz imágenes del Ejército guatemalteco disparando desde un Jeep J8, un vehículo donado por Estados Unidos para combatir el narcotráfico.
En los videos ampliamente difundidos en redes sociales, se observa con claridad a soldados del Ejército de Guatemala disparando desde el Jeep J8 en dirección a un vehículo tipo Rino, perteneciente a la Fuerza de Reacción Inmediata Pakal. Fuentes de inteligencia mexicana identificaron el momento como parte de la persecución de los sicarios involucrados en el asesinato de los cinco policías chiapanecos.
Este Jeep no es cualquier vehículo, forma parte de una donación estadounidense de más de 13 millones de dólares en 2024, que incluyó vehículos, aeronaves y equipo militar específicamente para el combate al crimen transnacional.
Su uso para proteger a presuntos criminales representa una seria infracción de confianza para Washington.
El Ministro de la Defensa de Guatemala, Henry David Sáenz Ramos, negó cualquier intervención directa y calificó la presencia militar en la zona como “fortuita”. Afirmó que los soldados no intervinieron para evitar víctimas civiles. Sin embargo, las imágenes difundidas contradicen sus palabras, se ven soldados operando el vehículo, disparando y, según testigos, bloqueando la persecución.
El gobernador de Chiapas, Eduardo Ramírez, fue categórico: “Es muy delicado que autoridades encargadas de velar por la seguridad de sus conciudadanos participen en estos actos. No es cosa menor estar coludidos, pero lo que es peor es estar al servicio de la delincuencia”. Sus declaraciones han reavivado tensiones con Guatemala, cuya respuesta oficial ha sido ambigua.
La situación también ha generado críticas internas. Organizaciones civiles en Huehuetenango y La Mesilla han exigido investigaciones independientes. Las preguntas se acumulan:
– ¿Quién autorizó el uso del Jeep J8?
– ¿Por qué el Ejército guatemalteco intervino en favor de los criminales?
– ¿Existen vínculos estructurales entre las fuerzas armadas y el crimen organizado?
Ninguna respuesta clara ha llegado. Mientras tanto, la violencia continúa.
Las consecuencias se sienten directamente en la vida cotidiana de quienes habitan esta franja fronteriza. Comerciantes de Frontera Comalapa cerraron sus negocios el lunes 9 de junio por temor a nuevos enfrentamientos. “¡Cierra la cortina!”, gritó una mujer que vendía ropa al escuchar las sirenas y ver llegar camionetas militares. En Las Champas, una zona con historial de bloqueos carreteros por parte de grupos armados, el miedo es palpable.
Incluso los taxistas dejaron de circular: “Algo grande va a pasar”, dijeron varios. Y es que los “Pakales”, como se les conoce a los elementos de la FRIP, comenzaron a montar retenes, en un esfuerzo por recuperar el control perdido de la zona.
“Aquí vamos a terminar con azúcar del susto”, dijo un tendero. El recuerdo del ataque del 2 de junio sigue fresco, como también lo está el hecho de que esta es una zona disputada no solo por células delictivas locales, sino también por estructuras como de mayor poder en México, que utilizan estas rutas para mover estupefacientes, armas, dinero y personas.
La situación en la región no es nueva. Desde hace más de una década, Frontera Comalapa y La Mesilla han sido el epicentro de una creciente disputa territorial. Las fuerzas estatales mexicanas han sido incapaces de establecer control sostenido, y la frontera porosa permite que los criminales crucen con facilidad. El fuego cruzado es constante, y la población civil queda atrapada.
La creación de la Fuerza de Reacción Inmediata Pakal en diciembre pasado fue una respuesta estatal directa a la ineficacia de las fuerzas convencionales. después del asesinato de cinco policías se implementó un “cinturón de seguridad” en la región, con más tanquetas, patrullas y vigilancia… una medida que llega para muchos ciudadanos
A medida que las investigaciones avanzan, el silencio de los gobiernos involucrados se vuelve ensordecedor. Estados Unidos, que financió buena parte del equipamiento militar guatemalteco, ha expresado “preocupación” por el uso indebido del Jeep J8. Voces dentro del Departamento de Estado ya hablan de la posibilidad de suspender nuevamente la ayuda militar, como ocurrió en 2019 tras documentar desvíos.
La situación, además de reflejar una crisis de seguridad, revela un problema más profundo, la crisis de legitimidad del Estado guatemalteco. La percepción de colusión entre autoridades militares y estructuras criminales ya no es solo una sospecha, sino una imagen viralizada en video.
El enfrentamiento del 8 de junio es apenas un episodio más de una guerra que parece no tener final. Las comunidades de la zona viven con miedo, atrapadas entre dos fuegos. La ausencia de una estrategia binacional integral para combatir al crimen organizado en esta frontera permite que grupos armados se fortalezcan y que las instituciones de seguridad, en lugar de proteger a la población, terminen bajo sospecha.
El escándalo del Jeep J8 es más que una anécdota diplomática. Es una advertencia. Cuando los vehículos que deberían combatir al crimen terminan sirviéndolo, lo que está en juego no es solo la seguridad… sino el futuro mismo del Estado de derecho en la región.